martes, 1 de febrero de 2022

FRANCO EN MELILLA




FRANCO en melilla


    El año 1911 se iniciaba bajo el signo de Marruecos. Los ecos de los recientes debates parlamentarios sobre la campaña de 1909—combate de Sidi Musa, barranco del Lobo—resonaban aún, y, como resultado de la discusión, los españoles se habían dividido en dos bandos: mientras el uno pedía la retirada de Marruecos, el otro exigía la conquista total del Riff.                                                                                                                                                 Mas de pronto se anuncia un suceso trascendental: el viaje del rey a Melilla para visitar el territorio conquistado. El día 5 de enero sale don Alfonso acompañado del jefe del Gobierno, señor Canalejas, del Director de Obras Públicas y de un lucido séquito. Se le tributa una gran acogida en Melilla. El monarca recorre las posiciones, y el viaje inspira una prosa encendida en elogios y florecida de las más bellas esperanzas. Hay quien exhuma el testamento de Isabel la Católica. Se repite que nuestro porvenir está en África, y algún periódico reclama para el rey el título de Africano. El propio Canalejas, al reflejar las impresiones del viaje, dice: "Se nos abre ahora una nueva era para nuestro engrandecimiento, para continuar la historia de España." 



  Con aquella versatilidad que es característica del pueblo español, olvidadizo y optimista por naturaleza, empieza a echar las cuentas de la lechera. Promete a las tierras estériles y sedientas recién conquistadas lo que les niega a los fértiles campos peninsulares. Habla de construir puertos en la costa africana, de explotar minas, de alumbrar riquezas que la mayoría de las veces sólo están en la fantasía de los soñadores. Recuérdese lo que dominaba España en aquella fecha y las condiciones precarias en que se ejercía el dominio. En fin, el fondo negro de 1909 se esfuma en el lejano horizonte. 

  Mediaba este mismo año de 1911, cuando de los barcos de nuestra escuadra que se hallaba frente a la costa de Larache, desembarcaron algunas compañías que ocuparon este poblado y el de Alcazarquivir, con el fin de proteger a los nacionales que en ellos residían. Los enemigos de lo que llaman "la aventura de Marruecos" se agitan indignados, y de modo especial el ex ministro liberal don Miguel Villanueva, que se distingue por su tenaz oposición. No es sólo en España donde tales desembarcos motivan polémicas y producen desasosiego, sino también en el extranjero. La cuestión de Marruecos es el tema candente que preocupa a las cancillerías. Francia, que había desembarcado en Casablanca, subía sus tropas hacia Fez.

  Inglaterra alegaba sus derechos a Tánger. Y el primero de julio fondeaba ante Agadir un cañonero alemán, el Panther, que desembarcaba fuerzas para proteger a los subditos alemanes, conforme a la fórmula establecida para justificar la ocupación de territorios africanos.

 El Panther

 Empeñados en esta batalla diplomática estábamos, cuando el día 24 de agosto un comunicado oficial daba cuenta de que en las cercanías del río Kert había sido agredida la comisión topográfica de Estado Mayor, a cargo del comandante Molina Cádiz, y escoltada por dos compañías, que tuvieron que replegarse con cinco bajas. 

  El capitán general de Melilla, señor Aldave, siguiendo la conducta del general Marina en 1909, decide emprender una acción de castigo inmediata. El 31 de agosto una columna de cinco mil hombres, mandada por el general Larrea, sale para ocupar los Ta-lusits, pequeñas alturas que dominaban el río. Y el mismo día que en Madrid el Gobierno publicaba una nota explicativa de lo sucedido en el Kert, "felicitándose de que el incidente del Riff pudiera darse por terminado", ese mismo día comenzaba una nueva guerra. 

 Se repite el espectáculo de la salida de tropas para Marruecos, con manifestaciones en pro y en contra en los andenes. De nuevo invade la desgana a los que no ven fin a esta aventura. Atruena la algarada periodística. Debates parlamentarios y anuncios de crisis. Y entre tanto, marchan más soldados y regresan los enfermos y heridos, que describen la zona ocupada como un país de espanto, bajo un sol de fuego, que, en colaboración con mosquitos y aguas salobres, quebraba la salud mejor dispuesta con fiebres y alteraciones orgánicas, cuando se tenía la fortuna de escapar a las agresiones y de regresar ileso de las líneas de combate.

    "Las tropas—escribe el general Serra Orts, que hizo aquella campaña—estaban en jaque constante. Sin dormir, comiendo poco y de mala manera, como lo requería la situación crítica y peligrosa. Durante las interminables once horas de la defensa de los Talusits, nadie comió, bebió ni descansó un momento... Se duerme, cuando se puede, a la intemperie. El paludismo ataca a un sesenta por ciento de los individuos de todas clases, desde el general hasta el soldado."

 



  Termina el año, sin que decrezca la lucha iniciada en agosto. En la lista de muertos figuran el general Ordóñez y tres coroneles.

  Si agria y dura es la vida en las avanzadas, no es mejor la que se lleva en Melilla, donde menudean tanto las agresiones, que el Comandante Militar prohibe la entrada y salida de la plaza después de la puesta del sol. Además, se sufre tal aglomeración—hay unos 44.000 soldados en la zona—, que, desbordado hasta el último de los barracones, es necesario habilitar para cuarteles edificios nuevos construidos para mercado y hospital de indígenas.

  En los primeros meses de 1912 remite la intensidad de los combates. España ya no quiere ni oír hablar de Marruecos. ¿Va a ser—se preguntan—la guerra una dolencia crónica? Vuelven a sangrar los recuerdos del año 1909, más dolorosos en un país extenuado por las pérdidas coloniales. Los periódicos que manipulan la opinión agudizan su hostilidad contra la guerra y contra los generales. Las incidencias de cada día son recogidas en una sección que lleva invariablemente este título: "La tragedia de Marruecos". La propaganda revolucionaria utiliza la campaña para su acción demoledora. "Ni un hombre ni una peseta más para una guerra que sólo sirve a los intereses de las Compañías mineras. ¡Abandonemos Marruecos!"




    Esta depresión alcanza al Ejército. La mayoría de los soldados consideran como el peor castigo que en el sorteo les corresponda servir en África. Muchos oficiales esperan con horror la llegada de los años de permanencia en aquellas tierras inhóspitas, que el reglamento prescribe. 

  Y una mañana del mes de febrero del año 1912 desembarca en Melilla un teniente menudo y delgado; casi un niño. Buen oficial de salón. Melilla era entonces una ciudad sucia y destartalada, que improvisaba espacio para esas aglomeraciones enormes que le deparaba la contienda. Falta de muchas cosas, incómoda, desgreñada, la ciudad se hallaba en esa penumbra que es el tránsito de la barbarie a la civilización. La poblaba un mundo heterogéneo, en el que flotaba la legión de desarrapados que acuden como moscas al olor de la guerra. Betuneros, maleteros, vendedores de freidurías... Al oficial le deslumbró aquel sol que reverberaba en los enjalbegados y que arrancaba destellos fulgurantes al mar. Era la luz de un nuevo continente. ¡África! 

  Desde el muelle se dirigió al cuartel que ocupaba el regimiento de África, número 68. Llegaba para incorporarse al puesto que había reclamado. Aquel oficial era Francisco Franco

   Por entonces, con el propósito de aliviar a la Península del tributo de sangre que le reclamaba con tan cruel insistencia Marruecos, don Dámaso Berenguer organizaba las fuerzas de policía indígena, que más tarde se denominarán "Regulares", integradas por moros que combatirán a su usanza bajo el mando de oficiales españoles. Estas tropas tienen como finalidad ir en vanguardia, ser fuerzas de choque. Se piden voluntarios para constituir la oficialidad. Un voluntariado para la gloria y para la muerte. 

   Entre los primeros inscritos figura Franco. 

   La aventura guerrera atrae su juventud con seducción irresistible. 







 

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